Hemos sobrevivido a un brote de melancoisla. Ha sido bastante leve comparado con los que llegué a ver durante mi infancia. Recuerdo aquél en el que la abuela Rosario quería volar el hotel con una caja de dinamita; yo tenía ocho años y todo me lo tomaba como un juego, por eso iba a ser la encargada de prender la mecha. A los niños casi ni les toca la melancoisla, rara vez sucede, y si ocurriera… mejor no saberlo. Esta vez he tenido que apañármelas yo sola, sin mi tío.

El brote empezó una mañana aparentemente normal. El sol a lo lejos, el bosque, la carretera y el mar. Todo estaba en su lugar, todo menos la tonelada de chocolate que guardaba en la despensa Rebeca Molina, la cocinera. Se la llevaban los demonios al descubrir que se había quedado sin el ingrediente principal de su exquisito y venerado –en toda la isla, que quede claro– coulant. Subí al primer piso y observé que las puertas de las habitaciones estaban abiertas de par en par, dejando al alcance de toda mirada el interior de cada una de ellas. Menudo panorama encontré:

Anais, en ropa interior, devorando chocolate y mirando al vacío, balanceándose como ida pero sin vuelta; Lucía y Martina en el suelo, completamente desnudas, llenas de magulladuras y cacao, luchando sin descanso por un cuadradito de chocolate blanco; y al bueno de Corso lo encontré con los pies metidos dentro de una palangana llena de chocolate fundido y recitando a Lorca…
Seguí avanzando hasta llegar a la habitación de Brunella pero, qué extraño, permanecía cerrada. Me puse en alerta. El brote de melancoisla podía haberla afectado de un modo diferente, con más violencia. Me preparé para hallarla agazapada en un rincón, esperando a su siguiente presa, sedienta de chocolate.