Ya casi he puesto al día los libros del hotel, en los ratos sin más ocupación aparente tras el mostrador (que son muchos) he ido pasando los antiguos registros al nuevo sistema informático que he puesto a punto para Clara. Es curioso, hay un par de nombres en los que me consta su entrada, pero no su salida, como si este lugar los hubiera fagocitado.
A veces me escapo, dejo mi puesto unos minutos y vago por pasillos o me acerco hasta el bar. Martina siempre me tiene puesta una cerveza, bien fría, es como si me intuyera, apenas aparezco la veo sobre la barra chorreando espuma. Me sonríe, da la vuelta y sigue con su tarea o simplemente se acerca hasta la puerta y pierde su mirada en el horizonte.
Muchos aquí terminan el día perdiendo su mirada en el horizonte, me pregunto si yo también, sin percatarme, termino mirando hacia un punto indefinido más allá de esta isla y de este lugar.
Cada vez lo tengo más claro, aquí el tiempo se detiene, se contrae o se expande según algún loco capricho. Los días se me hacen eternos y hay noches en las que parece que las horas se alarguen y se multipliquen.
El martes me sorprendí delante de tu habitación, apunto de llamar a la puerta blanca. Vi mi rostro medio reflejado en el número dorado que anda enganchado en su centro. En mi centro te has enganchado tu, no se por qué. Me percaté de la hora que era, madrugada, casi las 3 y no me atreví a llamar.
Bajé al bar, había luz.
Entré, una cerveza bien fría me esperaba en el mostrador.
Martina pasó junto a mi, me besó en la mejilla, me dio las buenas noches y desapareció en la oscuridad que devoraba el hotel más allá de aquel salón. Yo, mientras, me perdí en la copa y en mis pensamientos.
Tengo que hablar contigo o estas noches en vela van a terminar con mi cordura.